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San Antonio de Padua con el Niño

Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617-1682)
San Antonio de Padua con el Niño, hacia 1668-1669
Óleo sobre lienzo, 283 x 188 cm
Desamortización (1840)

Procedencia

Convento de Capuchinos. Sevilla

Comentario

Para ocupar uno de los altares laterales de la nave del evangelio, al lado izquierdo de la pintura de la Anunciación, junto al presbiterio, pintó Murillo, entre los años 1668 y 1669, este San Antonio de Padua y el Niño. San Antonio representa el ideal de espiritualidad popular propugnado por los primeros franciscanos, y por ello los capuchinos, surgidos de la necesidad de volver a la forma de vida original de la orden, lo incluyen en el programa iconográfico contratado al pintor.1 Con este retablo autónomo, además, el artista le daba absoluto protagonismo, frente al que ya había ejecutado varios años antes, entre 1665-1666, para uno de los lienzos superiores del retablo mayor, al igual que hace con san Félix de Cantalicio.

A pesar de las numerosas veces -en torno a una decena- que el pintor representa al fraile franciscano a lo largo de su dilatada carrera, la sencillez con la que aborda esta composición la convierte, de entre las conocidas hoy, en una de las más conmovedoras. Murillo traduce a la plástica el espíritu del personaje extraído de las hagiografías, que se hacen eco de su humildad, la delicadeza física que lo caracterizaba, su marcado perfil intelectual como predicador y misionero, y su austera espiritualidad. Desde la Vita prima o Assidua, primer testimonio conocido sobre su vida, hasta el Liber miraculorum Sancti Antonii, son muchas las fuentes textuales que van acrecentando su devoción y configurando, por extensión, su iconografía para el arte. Su figura, de gran arraigo en la península ibérica, 2 protagoniza multitud de publicaciones, obras artísticas y teatrales, que se encargan de difundir rápidamente su culto, fundándose en su nombre iglesias, conventos y hospitales, haciéndose enormemente popular.

El milagro de la aparición del Niño Jesús a san Antonio, una sacra conversación, tiene origen en el citado Liber miraculorum Sancti Antonii (3, 22). Este episodio, que otorga al santo el matiz de protector de la infancia, es el más usual de toda la iconografía antoniana y también el predilecto de Murillo, que lo trata con especial mimo por su natural tendencia a representar el mundo infantil. El lienzo se hace eco de estampas grabadas europeas 3 que circulaban por Sevilla, y que Murillo rehace con total libertad gracias a su pericia como dibujante en esta época de madurez. En cuanto a los bocetos preparatorios, Angulo situó un bosquejo para esta obra, o quizá para el san Antonio del retablo mayor, en la colección sevillana de Aniceto Bravo. Curtis también pone en relación este san Antonio de Capuchinos, de cuerpo entero, con el boceto que fue adquirido en 1860 por el editor Henry George Bohn, que difiere de aquel por la presencia de una calavera y de una cortina carmesí al fondo. En fechas recientes, Valdivieso ha señalado como obra preparatoria para el particular de los ángeles volanderos un lienzo existente en una colección privada sevillana.

En la tela de Capuchinos, san Antonio, muy joven y con la barba capuchina -a diferencia de las otras representaciones murillescas del santo-, aparece arrodillado en un suelo rocoso, rodeando con su brazo izquierdo al Niño, que está sentado en un libro abierto. Jesús, que ha descendido de un rompimiento de gloria donde revolotean ángeles, y del que emana un haz de luz que ilumina la escena, alza el brazo derecho para señalarle al santo los dones celestiales que la entrega a Dios le hará gozar. El pintor crea, por medio de los tonos dorados que rodean el encuentro entre los personajes o los nacarados de la piel del pequeño, aplicados con una pincelada vibrante, suelta y vaporosa, una atmósfera realmente emotiva. Hacen reconocible a san Antonio de Padua varios atributos: la presencia del libro, el hábito marrón de la orden franciscana, ceñido a la cintura con el cíngulo de tres nudos simbolizando los votos de castidad, pobreza y obediencia, con el capucho piramidal 4 del hábito primitivo que la rama de los capuchinos adopta, y las azucenas que sostiene con su mano derecha, a manera de pluma de escritura, como las porta en la misma serie el ángel de la Anunciación.

Hay una sencillez intencionada en esta composición, que fue ensalzada por los viajeros románticos 5. No existe en ella más argumento que una tierna mirada entre los dos protagonistas. Todo lo demás queda relegado a un segundo plano. Salvo la alegre algarabía de la gloria de ángeles, nada distrae de lo principal del asunto, ni paisajes, ni apariciones marianas... La mejor manera de plasmar la sencilla, profunda y austera devoción capuchina.  

Lourdes Páez Morales: Murillo y los capuchinos de Sevilla, Sevilla, Consejería de Cultura, 2017, pp. 184-187

Imagen en alta resolución (Google Arts & Culture)