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Mi Pieza Favorita
Pedestal de estatua de Lucio Iunio Paulino
Por Óscar Fernández López. Doctor en Historia del arte
Desde antiguo, el museo es un gran sitio para pasear. No es casualidad que los primeros museos ilustrados, como El Prado de Juan de Villanueva, se diseñaran imitando calles y rotondas. Es también uno de los pocos espacios donde aún puedes holgazanear, mirar al techo y, si la institución se precia de alternativa, tirarte por el suelo a ver la gente pasar. Se vive mejor el museo cuando lo recorres a deshoras y a la deriva, desoyendo el itinerario marcado y esquivando a grupos organizados o visitantes ruidosos. Máximo es el goce cuando su contenido te adentra en un territorio desconocido, liberándote de la obligación de conocer y reconocer aquello que se muestra. Sentirse ignorante en el museo es liberador. De repente, te das permiso para elucubrar, antes de que una cartela te descubra de qué se trata.
Con esta actitud me acerco al Museo Arqueológico de Córdoba. Las grandes piezas y los delicados restos de la vida cotidiana de nuestros antepasados no captan tanto mi atención como un simple pedestal sin estatua. A ojos de un profano como yo, no es más que una pieza incompleta. Más propiamente el soporte -genérico y secundario- de una escultura pública. Una pieza sin valor estético. Y es este uno de los motivos por los que me interesa, porque desmiente el dogma del museo como almacén de objetos bellos o memorables. Me atrae precisamente porque pone el foco en un resto que nuestra cultura consideraría residual o accesorio. Pero no debemos olvidar que el resto es aquello que se desecha de un conjunto, pero también el resto es lo que queda, lo que perdura. Y esta pieza habita de un modo fascinante entre ambas definiciones.
Me recreo en lo infraleve y detengo mis pasos ante piezas que se me resisten, negándose a entregarme todo su significado de una vez. Imposible no abismarse en el orificio central del pedestal. Allí donde se encajaría el vástago que anclaba la escultura a su soporte. No echo de menos la estatua que da sentido a su pedestal. Celebro su ausencia, pues me permite continuar con en este juego especulativo. Cuál sería el gesto, la expresión y la mirada de aquella efigie pétrea. Reparo, perplejo, en que no tienen rostro muchos de los grandes personajes de la historia. Nuestro actual ecosistema de imágenes, saturado de redundantes autorrepresentaciones, es incompatible con este escenario de grandes figuras sin cara. He aquí otra razón por la que estas piezas llenas de ausencias me atraen tanto.
La falta de rostro no equivale a un borrado de identidad. Todo lo contrario: es la necesidad de identificarse, de fijar una cierta posición en la esfera pública romana la que origina la construcción de la estatua y, a la postre, da sentido al pedestal. La inscripción identifica al personaje, Lucio Iunio Paulino, y nos cuenta quién es y cuáles fueron sus méritos. Es una gran cartela, una tarjeta de visita para la posteridad y un ejercicio de autopromoción inapelable. Pero, en mi deriva, esta información epigráfica vital para el arqueólogo carece de interés. Yo quiero recrearme en la manera como escritura y piedra se hacen una. En el modo como la tipografía deviene objeto material. Labrada en la piedra, ésta adquiere cuerpo, el aire pasa a través de ella y se deja leer, pero también se deja acariciar.
Y de repente, me reconozco en las palabras de Marcel Proust: "Lo que las lecturas dejan en nosotros es la imagen de los lugares y los días en que las hicimos. Queriendo hablar de ellas he hablado de cualquier otra cosa y no de los libros porque no es de estos de los que ellas me hablaron". Sobre la lectura, 1905.