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Mi Pieza Favorita

Los vasos campaniformes: Lágrima en barro de nuestros esplendor en la prehistoria. Por Manuel Pimentel Siles, escritor y editor.

Los vasos campaniformes: Lágrima en barro de nuestros esplendor en la prehistoria.

Por Manuel Pimentel Siles, escritor y editor.

 

El éxito de un museo es evocar, más que mostrar. Cualquier museo arqueológico exhibe huellas del largo pasado que arrastramos; cualquier museo nos hace soñar con los misterios aún por desvelar de esa historia hermosa y atormentada que hasta aquí nos condujo.

Las piezas expuestas en un museo son los estímulos para esa evocación pretérita, porque, más que hablar de ellas mismas, nos abren las puertas a los tiempos en los que fueron ejecutadas y que quedaron sepultadas bajo mantos de tierra y de olvido. Las piezas como medio, no como fin. La arqueología persigue conocimiento, no tesoros, y las piezas expuestas condensan mucha información que corresponde a los científicos desvelar.

Pero, y tampoco hay que olvidarlo, las piezas expuestas, de alguna manera, compiten entre sí para atraer la atención de los visitantes. Y son tantas y tan hermosas las expuestas en el museo de Córdoba que resulta difícil, para muchas de ellas, destacar ni siquiera mínimamente. La atención se concentra en las piezas mayores, cuyo fulgor eclipsa a muchas otras piezas, aparentemente menores, pero que atesoran todo un mundo en su interior, como es el caso de los vasos campaniformes a los que dedico estas líneas. Frente a los formidables leones íberos, frente a los capiteles califales, frente al Mitra en su sacerdocio o frente a la enigmática estela tartésica, ¿por qué fijarse en estas pequeñas cerámicas de forma curiosa y abocinada? Muchas podían ser las respuestas, pero yo me quedo con la más importante para mí: porque son fruto de una civilización poderosa y rica, con sede en el valle del Guadalquivir de la que desconocemos casi todo.

A mediados de los ochenta del siglo pasado, de manera fortuita - como tantos y tantos descubrimientos arqueológicos -, al hacer unas obras en una pequeña meseta limítrofe al pueblo cordobés de La Rambla, apareció un pequeño vaso cerámico, cuya forma abocinada debió llamarle la atención al descubridor. Después aparecieron otras del mismo estilo, aunque de forma y tamaños algo diferentes, así como un punzón de cobre. Los investigadores la asocian a un enterramiento de la Edad del Cobre, en la que es frecuente el uso de este tipo de vasos característicos de esa época.

En efecto, la cerámica campaniforme se asocia inequívocamente con el calcolítico de hace unos cinco mil años, por hablar a trazo grueso. A principios del XX, Bonsor y otros autores postularon que la cultura del vaso campaniforme había nacido en el Guadalquivir, desde donde se extendería al resto de la Península y a gran parte de la Europa Occidental. Recientes estudios apuntan a que el origen pudiera esta en la zona de la desembocadura del Tajo. Sea como fuere, parece que la cultura del vaso campaniforme nació en el suroeste de la península, entre la desembocadura del Tajo y la costa mediterránea.

El neolítico final y el calcolítico fue una etapa de gran esplendor para el valle del Guadalquivir y el suroeste de la Península. Los dólmenes de Antequera y de Valencina, muestran, inequívocamente, las glorias sorprendentes de ese pasado por descubrir. Las obras del AVE en la comarca de Antequera sacaron a la luz numerosos silos y poblados, que nos hablan de una alta densidad de población en la zona. Así mismo, las más de ¡400 hectáreas! del yacimiento de Valencina de la Concepción suponen un complejo calcolítico colosal, tanto en población como en riqueza, como evidencian los riquísimos ajuares encontrados en el dolmen de Montelirio. El castro de Zambujal, cerca de Lisboa, o Los Millares, en Almería, son también ejemplo de ciudades fortificadas del calcolítico.

Obras tan descomunales, nos demuestran que en al calcolítico del sur de la Península ya existían poderes políticos capaz de aunar esfuerzos y recursos, amén de encabezar creencias compartidas. No puede existir tanto esplendor sin una civilización detrás. Pero, desgraciadamente, esa civilización carece de nombre. Y, mientras se carece de nombre, sencillamente, no se es. Nada sabemos del nombre de sus reyes - que haberlos haylos, como ya ocurriera entonces en Egipto y en el Creciente Fértil -, ni de sus leyes, costumbres o ritos. Nada. Simplemente los consideramos como calcolíticos, cuando, en verdad, sería su civilización o su pueblo cultural quién los definiera. Los vasos de La Rambla nos hablan de esa civilización. Son pequeños, pero lágrimas, al fin y al cabo, en barro cocido de un coloso prehistórico cuyas dimensiones e importancia no alcanzamos a vislumbrar.

El Guadalquivir funciona como una región geográfica cohesionada, con recursos muy similares y sin barreras naturales, lo que facilita extraordinariamente la comunicación por su extensa cuenca. Sus pobladores, tanto del neolítico final como del calcolítico, hablarían la misma lengua, participarían de la misma religión y compartirían héroes y monstruos. Probablemente, tendrían estructuras políticas, reyes y sacerdotes. ¿Cómo se denominarían ellos mismos? ¿Cómo los llamarían otros pueblos? No lo sabemos porque su mundo se perdió entre las brumas del olvido. Por eso, estos vasos pequeños nos abren la puerta al recuerdo de su civilización grande.

En la zona de La Rambla, quién sabe si bajo el pueblo actual, se encontraría el poblado donde vivió la persona en cuya sepultura se depositaron estos vasos campaniformes como compañeros de travesía hacia la eternidad, travesía que resultaría interrumpida por el azar de una obra hace unos cuarenta años. Los vasos, removidos ya de su ubicación actual, se muestran ahora en el Museo Arqueológico de Córdoba. Y, como ya hemos repetido, aunque a algunos les pudieran parecer piezas menores en comparación con las joyas de la exposición, su forma y su decoración, además de bellísima, nos habla de un periodo de esplendor, cuyo recuerdo se perdió para la memoria humana.
Las cerámicas de La Rambla nos retan desde su vitrina para que, algún día, lleguemos a conocer la cultura, tan nuestra, que los moldeó, decoró y coció. Se perdió el nombre de su reino, pero ellos quedaron como testigos ciertos de una época de esplendor, de dólmenes, de estelas¿ y de vasos campaniformes.

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