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Mi Pieza Favorita

Cimacio, por Juan B. Carpio Dueñas, Director de la Fundación PRASA

Cimacio

 

Por Juan B. Carpio Dueñas. Director de la Fundación PRASA

 

La primera vez que la vi fue en la antigua sala VI. Ese espacio, separado del patio porticado por un arco decorado con yesería mudéjar, era donde se exponía lo que ni era ya romano ni todavía propiamente medieval. Esas piezas que decimos alegremente que son "de época visigoda" porque, en realidad, no tenemos forma mejor de clasificarlas. Allí, sobre las paredes de esta antigua sala para la que un gran arquitecto del Renacimiento había conservado como acceso el antiguo arco del siglo XIV, este fragmento de cimacio se convirtió en mi pieza favorita.

No me enfadaré si pensáis que os hablo de una pieza menor. Porque es evidente que no es un reflejo del poder imperial como la Thoracata, ni una obra maestra del arte helenístico como la Afrodita Agachada. Ni siquiera tiene el valor representativo de esa cerámica del siglo X que reproduce en sus colores la bandera de al-Andalus. Y tampoco refleja el refinamiento de las fiestas organizadas por los altos dignatarios de la corte califal, como el Capitel de los Músicos. Quizá eso, que no sea una muestra de esplendor sino de una etapa de cambio, de transformación, influyó para que esta piedra rota de la que conservamos el pequeño relieve de las cortinas se convirtiera en mi pieza favorita.

Estructuralmente, este fragmento de mármol formaba parte de un cimacio. Se trata de una pieza que, colocada sobre el capitel, permitía conseguir mayor altura de la nave y, a la vez, ofrecer un plano mayor de apoyo a las primeras dovelas del arco. Una solución arquitectónica que no se había necesitado en el mundo clásico, donde los elementos sustentados apoyaban directamente sobre una columna formada de basa, fuste y capitel y que (llamadme iconoclasta si queréis, al fin y al cabo hablamos de una pieza muy cercana al arte bizantino), yo explico a mis alumnos como lo que es: una chapuza.

No es, por lo tanto, su función estructural lo que la convierte en mi pieza favorita, sino el relieve que la adorna. Se trata de un conjunto de arcos sostenido por columnas de fuste liso o decorado con una especie de sogueado o en espiral, diferentes entre sí, lo que indica que tuvo que ser copia de un edificio existente. Esta arquería delimita un espacio que podría cerrarse con amplios cortinajes, representados casi todos recogidos con un nudo. No sabemos si ese edificio era un palacio (a mí siempre me trae a la mente la imagen de Santa María del Naranco) o una iglesia, en la que los cortinajes servían en la época para cerrar el presbiterio a los ojos de los fieles mientras se producía el misterio de la consagración.

La representación tiende al esquematismo típico de los inicios del arte medieval. Y está íntimamente relacionada con obras muy características del arte bizantino, entre las que podemos destacar los magníficos mosaicos que decoran los muros de San Apolinar el Nuevo. Pero el artista no ha olvidado tratar con el mayor detalle aquellos elementos que considera significativos, como la decoración del fuste de las columnas. Y, sobre todo, como las cortinas. Unas cortinas que podían estar desplegadas, para cerrar el espacio, como vemos a la izquierda, o recogidas con un nudo simple, rotundo y efectivo, abriendo el resto de los intercolumnios. Presentándonos con claridad una realidad cotidiana: la del cierre y apertura de los espacios anudando o desatando las cortinas. ¿Para airear el palacio? ¿Para sorprender a los fieles con el misterio de la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo? Yo no lo tengo claro. De lo que sí estoy seguro es de que fueron esas cortinas, libres o anudadas, las que atrajeron mi atención desde el primer momento.

Toda pieza artística o arqueológica nos ofrece una importante y variada información. Sobre la ideología que sustentaba una representación concreta; sobre la función que cumplía originalmente ese objeto; sobre la técnica y la estética aplicada por el artesano o artista. Pero casi siempre nos habla de los poderosos, de los célebres, de "los especiales". A través de las colecciones del museo podremos dejarnos llevar hasta esos leones que guardaron tumbas de grandes guerreros iberos, a la imagen en el foro de Augusto divinizado y, poniendo un poco de nuestra parte, casi podremos escuchar en nuestra mente la música del laúd que sonaba en las fiestas de la corte del califa. Todas las piezas del museo nos sugieren preguntas. ¿En qué batallas lucharon esos grandes guerreros iberos? ¿Por qué fue tan importante la difusión de la imagen imperial? ¿Qué melodías salían del laúd de los músicos retratados en el famoso capitel?

Sin embargo, las preguntas que a mí me sugiere este pequeño fragmento de cimacio no están relacionadas con el conde que mandaría abrir las cortinas, anudándolas, para aprovechar el frescor del atardecer en un día de inicios de verano. Ni me traen la imagen del obispo casi todopoderoso disfrutando de la cara de admiración del pueblo cuando, abierto al fin el presbiterio, el milagro sea efectivo. Para mí este relieve es especial porque me hace preguntarme por quiénes se encargaban de anudar esas pesadas cortinas. O de golpearlas para evitar que el polvo ocultara sus colores. O de barrer diariamente ese polvo caído en el suelo tras dicha operación. Porque el escultor ha puesto un interés especial en estos detalles, hasta el punto de que la acción de anudar y desatar es protagonista de la escena. Otorgando a los olvidados de la historia, que no son ni ricos ni poderosos, y que además vivieron en un momento de transición lejano a los esplendores de la Córdoba imperial o califal, aunque sólo sea por una vez, el papel protagonista. Y esto es lo que la convierte en excepcional, en mi pieza favorita: que el protagonista no es ni rey, ni conde ni obispo sino, simplemente, uno de los nuestros.

Más información en la ficha de inventario

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